viernes, 18 de diciembre de 2009

LAS FLORES DE LA PEQUEÑA IDA DE ANDERSEN




la mujer de las flores Gustav Klimt




- ¡Mis flores se han marchitado! -exclamó la pequeña Ida.
- Tan hermosas como estaban anoche, y ahora todas sus hojas cuelgan mustias. ¿Por qué será esto? -preguntó al estudiante, que estaba sentado en el sofá. Le tenía mucho cariño, pues sabía las historias más preciosas y divertidas, y era muy hábil además en recortar figuras curiosas: corazones con damas bailando, flores y grandes castillos cuyas puertas podían abrirse. Era un estudiante muy simpático.
- ¿Por qué ponen una cara tan triste mis flores hoy? -dijo, señalándole un ramillete completamente marchito.
- ¿No sabes qué les ocurre? -respondió el estudiante-. Pues que esta noche han ido al baile, y por eso tienen hoy las cabezas colgando.
- ¡Pero si las flores no bailan! -repuso Ida.
- ¡Claro que sí! -dijo el estudiante-. En cuanto oscurece y nosotros nos acostamos, ellas empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches tienen sarao.
- ¿Y los niños no pueden asistir?
- Claro que sí -contestó el estudiante-. Las margaritas y los muguetes muy pequeñitos.
- ¿Dónde bailan las flores? -siguió preguntando la niña.
- ¿No has ido nunca a ver las bonitas flores del jardín del gran palacio donde el Rey pasa el verano?. Claro que has ido, y habrás visto los cisnes que acuden nadando cuando haces señal de echarles migas de pan. Pues allí hacen unos bailes magníficos, te lo digo yo.
- Ayer estuve con mamá -dijo Ida-; pero habían caído todas las hojas de los árboles, ya no quedaba ni una flor. ¿Dónde están? ¡Tantas como había en verano!
- Están dentro del palacio -respondió el estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y toda la corte regresan a la ciudad, todas las flores se marchan corriendo del jardín y se instalan en palacio, donde se divierten de lo lindo. ¡Tendrías que verlo! Las dos rosas más preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey y de Reina. Las rojas gallocrestas se sitúan de pie a uno y otro lado y hacen reverencias; son los camareros. Vienen luego las flores más lindas y empieza el gran baile; las violetas representan guardias marinas, y bailan con los jacintos y los azafranes, a los que llaman señoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas de fuego son damas viejas que cuidan de que se baile en debida forma y de que todo vaya bien.
- Pero -preguntó la pequeña Ida-, ¿nadie les dice nada a las flores por bailar en el palacio real?
- El caso es que nadie está en el secreto -, respondió el estudiante-. Cierto que alguna vez que otra se presenta durante la noche el viejo guardián del castillo, con su manojo de llaves, para cerciorarse de que todo está en regla; pero no bien las flores oyen rechinar la cerradura, se quedan muy quietecitas, escondidas detrás de los cortinajes y asomando las cabecitas. «Aquí huele a flores», dice el viejo guardián, «pero no veo ninguna».
- ¡Qué divertido! -exclamó Ida, dando una palmada-. ¿Y no podría yo ver las flores?
- Sí -dijo el estudiante-. Sólo tienes que acordarte, cuando salgas, de mirar por la ventana; enseguida las verás. Yo lo hice hoy. En el sofá había estirado un largo lirio de Pascua amarillo; era una dama de la corte.
- ¿Y las flores del Jardín Botánico pueden ir también, con lo lejos que está?
- Sin duda -respondió el estudiante -, ya que pueden volar, si quieren. ¿No has visto las hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas? Parecen flores, y en realidad lo han sido. Se desprendieron del tallo, y, agitando las hojas cual si fueran alas, se echaron a volar; y como se portaban bien, obtuvieron permiso para volar incluso durante el día, sin necesidad de volver a la planta y quedarse en sus tallos, y de este modo las hojas se convirtieron al fin en alas de veras. Tú misma las has visto. Claro que a lo mejor las flores del Jardín Botánico no han estado nunca en el palacio real, o ignoran lo bien que se pasa allí la noche. ¿Sabes qué? Voy a decirte una cosa que dejaría pasmado al profesor de Botánica que vive cerca de aquí ¿lo conoces, no? Cuando vayas a su jardín contarás a una de sus flores lo del gran baile de palacio; ella lo dirá a las demás, y todas echarán a volar hacia allí. Si entonces el profesor acierta a salir al jardín, apenas encontrará una sola flor, y no comprenderá adónde se han metido.
- Pero, ¿cómo va la flor a contarlo a las otras? Las flores no hablan.
- Lo que se dice hablar, no -admitió el estudiante-, pero se entienden con signos ¿No has visto muchas veces que, cuando sopla un poco de brisa, las flores se inclinan y mueven sus verdes hojas? Pues para ellas es como si hablasen.
- ¿Y el profesor entiende sus signos? -preguntó Ida.
- Supongo que sí. Una mañana salió al jardín y vio cómo una gran ortiga hacía signos con las hojas a un hermoso clavel rojo. «Eres muy lindo; te quiero», decía. Mas el profesor, que no puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la atrevida en las hojas que son sus dedos; mas la planta le pinchó, produciéndole un fuerte escozor, y desde entonces el buen señor no se ha vuelto a meter con las ortigas.
- ¡Qué divertido! -exclamó Ida, soltando la carcajada.
- ¡Qué manera de embaucar a una criatura! -refunfuñó el aburrido consejero de Cancillería, que había venido de visita y se sentaba en el sofá. El estudiante le era antipático, y siempre gruñía al verle recortar aquellas figuras tan graciosas: un hombre colgando de la horca y sosteniendo un corazón en la mano - pues era un robador de corazones -, o una vieja bruja montada en una escoba, llevando a su marido sobre las narices. Todo esto no podía sufrirlo el anciano señor, y decía, como en aquella ocasión:
- ¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!
Mas la pequeña Ida encontraba divertido lo que le contaba el estudiante acerca de las flores, y permaneció largo rato pensando en ello. Las flores estaban con las cabezas colgantes, cansadas, puesto que habían estado bailando durante toda la noche. Seguramente estaban enfermas. Las llevó, pues, junto a los demás juguetes, colocados sobre una primorosa mesita cuyo cajón estaba lleno de cosas bonitas. En la camita de muñecas dormía su muñeca Sofía, y la pequeña Ida le dijo:
- Tienes que levantarte, Sofía; esta noche habrás de dormir en el cajón, pues las pobrecitas flores están enfermas y las tengo que acostar en la cama, a ver si se reponen -. Y sacó la muñeca, que parecía muy enfurruñada y no dijo ni pío; le fastidiaba tener que ceder su cama.
Ida acostó las flores en la camita, las arropó con la diminuta manta y les dijo que descansasen tranquilamente, que entretanto les prepararía té para animarlas y para que pudiesen levantarse al día siguiente. Corrió las cortinas en torno a la cama para evitar que el sol les diese en los ojos.
Durante toda la velada estuvo pensando en lo que le había contado el estudiante; y cuando iba a acostarse, no pudo contenerse y miró detrás de las cortinas que colgaban delante de las ventanas, donde estaban las espléndidas flores de su madre, jacintos y tulipanes, y les dijo en voz muy queda:
- ¡Ya sé que esta noche bailaréis! -. Las flores se hicieron las desentendidas y no movieron ni una hoja. Mas la pequeña Ida sabía lo que sabía.
Ya en la cama, estuvo pensando durante largo rato en lo bonito que debía ser ver a las bellas flores bailando allá en el palacio real. «¿Quién sabe si mis flores no bailarán también?». Pero quedó dormida enseguida.
Despertó a medianoche; había soñado con las flores y el estudiante a quien el señor Consejero había regañado por contarle cosas tontas. En el dormitorio de Ida reinaba un silencio absoluto; la lámpara de noche ardía sobre la mesita, y papá y mamá dormían a pierna suelta.
-¿Estarán mis flores en la cama de Sofía? -se preguntó-. Me gustaría saberlo -. Se incorporó un poquitín y miró a la puerta, que estaba entreabierta. En la habitación contigua estaban sus flores y todos sus juguetes. Aguzó el oído y le pareció oír que tocaban el piano, aunque muy suavemente y con tanta dulzura como nunca lo había oído. «Sin duda todas las flores están bailando allí», pensó. «¡Cómo me gustaría verlo!». Pero no se atrevía a levantarse, por temor a despertar a sus padres.
- ¡Si al menos entrasen en mi cuarto!- dijo; pero las flores no entraron, y la música siguió tocando primorosamente. Al fin, no pudo resistir más, aquello era demasiado hermoso. Bajó quedita de su cama, se dirigió a la puerta y miró al interior de la habitación. ¡Dios santo, y qué maravillas se veían!















jueves, 17 de diciembre de 2009

EL PRINCIPE DE LA NIEBLA - capitulo finan






Roland había recorrido todo el buque en busca de Alicia sin éxito. El Orpheus se había transformado en una laberíntica catacumba submarina de interminables corredores y compuertas atrancadas. El mago podía haberla ocultado en decenas de lugares. Volvió al puente y trató de deducir dónde podía estar atrapada. La sacudida que atravesó el barco le hizo perder el equilibrio y Roland cayó sobre el piso húmedo y resbaladizo. De entre las sombras del puente apareció Caín, como si su silueta hubiese emergido del metal resquebrajado del piso.
 - Nos hundimos, Jacob - explicó el mago con parsimonia, señalando a su alrededor -. Nunca has tenido sentido de la oportunidad, ¿verdad?
- No sé de qué está usted hablando. ¿Dónde está Alicia? - exigió Roland, dispuesto a lanzarse sobre su oponente.
El mago cerró los ojos y juntó las palmas de las manos como si fuese a entornar una oración.
- En algún lugar de este barco - respondió tranquilamente Caín -. Si has sido lo suficientemente estúpido como para llegar hasta aquí, no lo estropees ahora. ¿Quieres salvarle la vida, Jacob?
- Mi nombre es Roland - atajó el muchacho.
- Roland, Jacob... ¿Qué más da un nombre que otro? - rió Caín -. Yo mismo tengo varios. ¿Cuál es tu deseo, Roland? ¿Quieres salvar a tu amiga? ¿Es eso, no?
- ¿Dónde la ha metido? - repitió Roland -. ¡Maldito sea! ¿Dónde está?
El mago se frotó las manos, como si tuviera frío.
- ¿Sabes lo que tarda un barco como éste en hundirse, Jacob? No me lo digas. Un par de minutos, como mucho. ¿Sorprendente, verdad? Dímelo a mí - rió Caín.
- Usted quiere a Jacob o como quiera que me llame - afirmó Roland -. Ya lo tiene; no voy a huir. Suéltala a ella.
- Qué original Jacob - sentenció el mago, acercándose hacia el muchacho -. Se te acaba el tiempo. Un minuto.
El Orpheus empezó a escorar lentamente a estribor. El agua que inundaba el barco rugía bajo sus pies y la debilitada estructura de metal vibraba fuertemente ante la furia con que las aguas se abrían camino a través de las entrañas del buque, como ácido sobre un juguete de cartón.
- ¿Qué tengo que hacer? - imploró Roland -. ¿Qué espera de mí?
 - Bien, Jacob. Veo que vamos entrando en razón. Espero que cumplas la parte del trato que tu padre fue incapaz de cumplir - respondió el mago -. Nada más. Y nada menos.
- Mi padre murió en un accidente, yo... - empezó a explicar Roland desesperadamente.
 El mago colocó su mano paternalmente sobre el hombro del muchacho. Roland sintió el contacto metálico de sus dedos.
- Medio minuto, chico. Un poco tarde para las historias de familia - cortó Caín.
 El agua golpeaba con fuerza el piso sobre el que se sostenía el puente y Roland dirigió una última mirada suplicante al mago. Caín se arrodilló frente a Roland y sonrió al muchacho.
- ¿Hacemos un trato, Jacob? - susurró el mago.
Las lágrimas brotaron del rostro de Roland y lentamente el muchacho asintió.
- Bien, bien, Jacob - murmuró Caín -.Bienvenido a casa... El mago se incorporó y señaló hacia uno de los pasillos que partían del puente. - La última puerta de ese corredor - señaló Caín -. Pero escucha un consejo. Cuando consigas abrirla, ya estaremos bajo el agua y tu amiga no tendrá ni una gota de aire que respirar. Tú eres un buen buceador, Jacob. Sabrás lo que hay que hacer. Recuerda tu trato...
Caín sonrió por última vez y, envolviéndose en su túnica, se desvaneció en la oscuridad mientras pasos invisibles se alejaban sobre el puente y dejaban huellas de metal fundido en el casco del barco. El muchacho permaneció paralizado unos segundos, recuperando el aliento, hasta que una nueva sacudida del buque le empujó contra la rueda petrificada del timón. El agua había empezado a inundar el nivel del puente. Roland se lanzó hacia el pasillo que el mago le había indicado. El agua brotaba de las escotillas de ascenso a presión e inundaba el corredor mientras el Orpheus se hundía progresivamente en el mar. Roland golpeó en vano la compuerta con los puños.
- ¡Alicia! - grito, aunque era consciente de que ella apenas podría oírle al otro lado de la compuerta de acero -. Soy Roland. ¡Contén la respiración! ¡Voy a sacarte de aquí!
Roland aferró la rueda de la compuerta e intentó con todas sus fuerzas hacerla girar, desgarrándose las palmas de las manos en el empeño mientras el agua helada le cubría por encima de la cintura y seguía subiendo. La rueda apenas cedió un par de centímetros. Roland inspiró profundamente y forzó de nuevo la rueda, consiguiendo que girara progresivamente hasta que el agua helada le cubrió el rostro e inundó finalmente todo el corredor. La oscuridad se apoderó del Orpheus. Cuando la compuerta se abrió, Roland buceó en el interior del camarote tenebroso palpando a ciegas en busca de Alicia. Por un terrible momento pensó que el mago le había engañado y que no había nadie allí. Abrió los ojos bajo el agua y trató de vislumbrar algo entre la niebla submarina luchando contra el escozor. Finalmente, sus manos alcanzaron un girón de tela del vestido de Alicia que se debatía frenéticamente entre el pánico y la asfixia. La abrazo y trató de tranquilizarla, pero la muchacha no podía ni saber quién o qué la había aferrado en la oscuridad. Consciente de que le quedaban apenas unos segundos, Roland la rodeó por el cuello y tiró de ella hacia el exterior del corredor. El buque seguía precipitándose en su descenso inexorable hacia las profundidades. Alicia forcejeaba inútilmente y Roland la arrastró hasta el puente a través del corredor por el que flotaban los despojos que el agua había arrancado de lo más profundo del Orpheus.
Sabía que no podían salir del buque hasta que el casco hubiera tocado fondo porque, de intentarlo, la fuerza de succión los arrastraría a la corriente submarina sin remedio. Sin embargo, no ignoraba que habían transcurrido por lo menos treinta segundos desde que Alicia había respirado por última vez y que, a estas alturas y en su estado de pánico, habría empezado a inhalar agua. El ascenso a la superficie probablemente sería el camino a una muerte segura para ella. Caín había planeado cuidadosamente su juego. La espera a que el Orpheus tocase fondo se hizo infinita y, cuando llegó el impacto, parte de la techumbre del puente se desplomó sobre Alicia y Roland. Un fuerte dolor ascendió por su pierna y Roland comprendió que el metal le había aprisionado un tobillo. El resplandor del Orpheus se desvanecía lentamente en las profundidades. Roland luchó contra la punzante agonía que le atenazaba las piernas y buscó el rostro de Alicia en la penumbra.
Alicia tenía los ojos abiertos y se debatía al borde de la asfixia. Ya no podía contener la respiración ni un segundo más y sus últimas burbujas de aire se escaparon de entre sus labios como perlas portadoras de los últimos instantes de una vida que se extinguía. Roland le tomó el rostro y trató de que Alicia le mirase a los ojos. Sus miradas se unieron en las profundidades y ella comprendió al instante lo que Roland se proponía. Alicia negó con la cabeza, tratando de alejar a Roland de sí. Roland señaló el tobillo aprisionado bajo el abrazo mortal de las vigas metálicas del techo. Alicia nadó a través de las aguas heladas hacia la viga abatida y luchó por liberar a Roland. Ambos muchachos cruzaron una mirada desesperada. Nada ni nadie podría mover las toneladas de acero que retenían a Roland. Alicia nadó de vuelta hasta él y lo abrazo, sintiendo cómo su propia consciencia se desvanecía por la falta de aire. Sin esperar un instante, Roland tomó el rostro de Alicia y, posando sus labios sobre los de la muchacha, expiró en la boca el aire que había reservado para ella, tal y como Caín había previsto desde principio. Alicia aspiró el aire de sus labios y apretó con fuerza las manos de Roland, unida a él en aquel beso de salvación. El muchacho le dirigió una mirada desesperada de adiós y la empujó contra su voluntad fuera del puente, donde, lentamente, Alicia inició su ascenso hacia la superficie.
Aquella fue la última vez que Alicia vio a Roland. Segundos después, la muchacha emergió en el centro de la bahía y pudo ver que la tormenta se alejaba lentamente mar adentro, llevándose consigo todas las esperanzas que había puesto en el futuro.
Cuando Max vio aflorar el rostro de Alicia sobre la superficie, se lanzó de nuevo al agua y nadó apresuradamente hasta ella. Su hermana apenas podía mantenerse a flote y balbuceaba palabras incomprensibles, tosiendo violentamente y escupiendo el agua que había tragado en su ascenso desde el fondo. Max la rodeó por los hombros y la arrastró hasta que pudo hacer pie a un par de metros de la orilla. El viejo farero esperaba en la playa y corrió a socorrerlos. Juntos sacaron a Alicia del agua y la tendieron sobre la arena. Víctor Kray buscó el pulso de Alicia en la muñeca, pero Max retiró delicadamente la mano temblorosa del anciano.
- Está viva, señor Kray - explicó Max, acariciando la frente de su hermana -. Está viva.
 El anciano asintió y dejó a Alicia al cuidado de Max. Tambaleándose, como un soldado tras una larga batalla, Víctor Kray caminó hasta la orilla y se adentró en el mar hasta que el agua lecubrió la cintura.
- ¿Dónde está mi Roland? - murmuró el anciano, volviéndose a Max -. ¿Dónde está mi nieto?
Max le miró en silencio, viendo cómo el alma del pobre anciano y la fuerza que le había mantenido todos aquellos años en lo alto del faro se perdían igual que un puñado de arena entre los dedos.
- No volverá, señor Kray - respondió finalmente el muchacho, con lágrimas en los ojos -. Roland ya no volverá.
 El viejo farero le miró como si no pudiera comprender sus palabras. Luego asintió, pero volvió la vista a mar a la espera de que su nieto emergiese de las aguas para reunirse con él. Lentamente, las aguas recobraron la calma y una guirnalda de estrellas se encendió sobre el horizonte. Roland nunca volvió.